Tengo una relación extraña con las redes sociales, por un lado, me encantan; son un modo estupendo de comunicarte con gente que tiene tus mismos gustos, una buena herramienta de promoción laboral y son geniales para mantenerte en contacto con amigos que viven muy lejos. También puedes estar al tanto de noticias que quizás no conocerías por otros medios. Las redes pueden ser divertidas, creativas, reivindicativas…soy una gran defensora de este medio de comunicación, pese a que soy plenamente consciente de que también tienen un lado oscuro. De hecho “lado oscuro” me suena un poco eufemístico y vago, porque en realidad esta faceta es un monstruo de múltiples caras, ninguna de ellas demasiado inocente. Pero hoy quiero hablar de una de ellas, quiero hablar de nosotros, los usuarios.
Este año al iniciarse el mes de septiembre empecé a encontrarme encendidos debates en twitter y facebook sobre la independencia de Cataluña. He vivido en Barcelona, tengo allí muchos conocidos, amigos y familiares y mi pareja es catalana. Era un tema que no quería pasar por alto, tenía interés en conocer a fondo lo que estaba ocurriendo, verlo desde distintas perpesctivas antes de poder formarme una opinión. En Facebook sigo a varias personas que suelen hacer análisis muy interesantes sobre política, gente inteligente a la que respeto incluso cuando no estoy de acuerdo con ellos. En sus muros suelen generarse debates muy valiosos. Pero yo casi nunca entro a comentar, soy toda una stalker y lo soy por dos motivos: el primero es que hace mucho tiempo que sigo a rajatabla el dicho de que “más vale parecer tonto en silencio, que abrir la boca y confirmarlo” Nunca hablo de lo que no sé, y como hay mucho sobre lo que sé demasiado poco, entiendo que mi opinión dificilmente puede resultar relevante. El segundo es que cada vez más me encuentro con que el debate salta por los aires y pasa a convertirse en una discusión encendida en la no hay argumentación posible, solo ataque al contrario. Me cansa muchísimo razonar en estos términos, cada vez más habituales en el mundo virtual.
Es justo lo que ocurrió con el caso del “procés” encontré a muy poca gente dispuesta a debatir, la mayoría de limitaban a defender con una enorme ferocidad sus argumentos, uso argumentos que en muchos casos eran parciales, sesgados o directamente estaban basados en percepciones subjetivas. Todo el mundo se sentía ofendió y rápidamente señalaba al que tenía enfrente con adjetivos terribles, que no deberían usarse a la ligera. Las palabras son gratuitas, pero tienen consecuencias. Quizás en el fragor de una batalla dialéctica nos parezca que tachar de “fascista” a alguien que no opina como nosotros es algo a lo que tampoco hay que darle demasiada importancia, pero la tiene. Primero porque no deberíamos clasificar a los que tenemos en frente a la ligera, y segundo porque, en el fondo hablamos de temas muy serios. Uno de los mayores problemas que nos han traído las redes sociales es que ahora tratamos como sencillas charlas de sobremesas temas sobre los que merecería la pena reflexionar más en serio. Hablamos de feminismo, hablamos de nacionalismo, hablamos de política internacional y la mayoría de las veces no es que no sepamos de qué estamos hablando, es que nos da igual, lo que queremos es ganar la discusión, dejar sin palabras a los demás, quedar por encima. Nos convertimos en criaturas feroces, cegadas por el deseo de tener razón. Luego ese comportamiento se justifica “solo era un hilo de internet” y así es como conseguimos que temas que en principio son muy serios se conviertan en algo trivial o peor, que solo seamos capaces de aceptar puntos de vista que refuercen o acepten nuestra versión de la realidad. Tampoco parecemos ser conscientes de poder estar ofendiendo o haciendo daño a otra persona, porque como en internet nada es real, los sentimientos tampoco lo son. Pero no es cierto, cada vez hay más gente que asegura que las redes sociales le causan ansiedad, que prefiere no hablar de ciertas cosas o que teme entrar en grupos en los que se tratan temas que en un principio le interesan, porque le da miedo la gente que hay en ellos.
A esto se le unen dos problemas más; el primero es lo fácil que resulta malinterpretar un texto, de manera consciente o inconsciente. En una conversación los gestos y el tono de voz nos dan un subtexto que apoya el mensaje que lanzamos. Algo imposible por escrito. Añadimos a eso que se requiere un buen dominio de la palabra escrita para desarrollar nuestro punto de vista, una cualidad que no todo el mundo posee. El segundo es que a veces el ataque es grupal, no hablamos con una sola persona, sino con varias que se apoyan y se retro alimentan con la única intención de dejar en evidencia a quienes no opinan como ellos, llegando a veces a empezar autenticas campañas de descrédito contra su trabajo o su forma de pensar. Esto puede llegar a tener repercusiones muy importantes en quienes sufren estas campañas de acoso y derribo.
Ya hay estudios del daño que hacen estas conversaciones tóxicas en la red, sobre todo en las relaciones de parejas, pero son extrapolables a amistades y relaciones familiares y laborales. Quizás necesitemos recordar mientras chateamos que estamos hablando con gente real, que las palabras no son gratuitas, porque las palabras, nuestras palabras, tienen consecuencias.